De la democracia representativa a la participativa, por Pau Sanchis Matoses
INTRODUCCIÓN
Immanuel Wallerstein se preguntaba recientemente cómo la democracia había pasado de ser una aspiración constante en el siglo XIX a un eslogan universalmente adoptado pero laxamente definido en el siglo XX. Y es que, hoy por hoy, aunque la mayoría de Estados se autodenominen democráticos muchos de ellos tienen rasgos que los acercan más a tipologías de corte más autoritario.
A este respecto, es innegable la afirmación de que la democracia asumió un lugar central en el espacio político durante el siglo XX; sin embargo, a medida que nos introducimos en el significado estructural de la misma vemos cómo se presenta la problemática sobre las distintas tipologías de democracias y sus variaciones.
Este artículo tratará, pues, de alumbrar y desarrollar dos conceptos clave para el debate sobre la democracia actual: democracia representativa y democracia participativa. Aunque encontremos furibundos defensores en las dos concepciones, ambas tienen sus virtudes y sus defectos que caben ser señalados y contrastados. Para ello analizaremos, en un primer momento, la concepción preponderante en la actualidad que establece la democracia representativa como una suerte de elitismo que premia el papel de los mecanismos de representación. En segundo lugar, nos centraremos en la democracia participativa como teóricamente posibilitadora de una reconfiguración del poder que permita la relación entre legitimidad y participación ciudadana; aspectos que, como es sabido, se dejan de lado en las democracias representativas europeas.[1]
LA CONCEPCIÓN HEGEMÓNICA DE LA DEMOCRACIA.
LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
En primer lugar cabe señalar, siguiendo a G. Sartori[2], que el significado originario de “representación” es la actuación por parte de alguien en nombre de otro para la defensa de sus intereses. De aquí se sacan dos características: por un lado, una sustitución en la que una persona habla y actúa en nombre de otra; y, por el otro, la persona que representa debe hacerse cargo del interés del representado.
Durante el periodo de entreguerras y la postguerra de la II Gierra Mundial, encontramos a dos autores, J. SCHUMPETER y N. BOBBIO, que buscan transformar el elemento procedimentalista de la doctrina kelnesiana de la democracia en una forma de elitismo democrático. Para el primero no podemos pensar en un gobierno del pueblo como un posicionamiento racional que pueda adoptar la población o cada individuo a la hora de dirimir una determinada cuestión; entre otras cosas, afirma el autor, nociones como “bien común” o “voluntad general” son demasiado engañosas a la hora de ponerlas en práctica ya que implicaría que toda la personas tendrían que estar de acuerdo bajo un mismo argumento racional. De hecho, para SCHUMPETER el proceso democrático tiene que ser
“un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para llegar a decisiones políticas y administrativas”[3].
Para BOBBIO, a su vez, la democracia consta de un conjunto de reglas para la formación de mayorías, en la que se tienen que tener en cuenta el peso igual de los votos y la ausencia de distinciones económicas, sociales, religiosas y étnicas en la constitución del electorado.
En ambos se da un paso del pluralismo valorativo a una reducción de la soberanía, no contemplando, por ello, ninguna forma de democracia ampliada. Por el contrario, piensan la democracia como un proceso de elecciones de élites, ya que la complejidad en la toma de decisiones de la misma hace indeseable un aumento de la participación.
Como segundo elemento, encontramos la concepción de que la representatividad constituye la única solución posible en las democracias de gran escala al problema de la autorización -delegación de la defensa de los intereses particulares-. Su justificación viene dada, por un lado, por el desarrollo de la idea de
consenso, es decir, la aparición de un mecanismo racional de autorización que deseche la necesaria participación directa de la democracia propia de las
antiguas polis o repúblicas italianas; por el otro, la concepción desarrollada por STUART MILL de que la asamblea
“constituye una miniatura del electorado y toda asamblea representativa es capaz de expresar las tendencias dominantes del electorado”[4].
Por lo que dicha teoría de la representación deja de lado la identidad directa entre elector y electorado y el de la redención de cuentas, fijándose única y exclusivamente en el papel de los sistemas electorales para la representación del electorado. En resumen, la democracia se transforma en una suerte de ejercicio de voto cada X tiempo y la principal preocupación de la representación se dirige a cuál es la mejor ley electoral posible.
Sin embargo, en una sociedad como la actual, ¿todos los electores podrían tener plena disposición para poder decidir sobre la gran mayoría de asuntos públicos? Y si esto fuera posible, ¿tendrían todos el mismo conocimiento para poder tomar decisiones políticas, por ejemplo, en materia económica? Estas y otras cuestiones asoman cuando se abordan la temática de expandir el ámbito de la representación hacia el espacio de la participación. Veamos, pues, qué aspectos positivos y negativos va a tener esta forma de democracia.
LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
La democracia participativa la podríamos definir como el tipo de organización política en la que los ciudadanos tienen una influencia directa respecto de ciertas decisiones que toma el poder ejecutivo. Estaría a caballo entre la quimérica democracia directa y la democracia representativa, reforzando la superación del monopolio de la representación en la toma de decisiones públicas y aumentando la legitimidad de las decisiones en tanto que contarían con un mayor consenso participativo.
Ahora bien, ¿cómo se podría llegar a la consecución de esta democracia en sociedades con un amplio número de ciudadanos? ¿Tendrían que organizarse enormes asambleas de cientos de miles de personas que, cada poco tiempo, tuvieran que tomar decisiones a mano alzada? Por el contrario, las nuevas tecnologías de la información ¿podrían allanar el camino? ¿Por qué no utilizar las infinitas posibilidades que nos ofrece Internet?
No cabe duda de que las nuevas tecnologías de la información pueden influir en la concentración de legitimidad del poder -más legítimo en tanto que la decisión es tomada más directamente por los ciudadanos- al ofrecer una infinidad de posibilidades de participación y de interacción entre los ciudadanos. De la necesaria relación entre democracia y sistema político, surge la necesidad de que un medio técnico ayude a la consecución de la esencia del principio democrático y no ponga en cuestión las necesidades de éste. De ahí la denominada democracia electrónica[5] que, en principio, parece revelarse como posibilitadora de una democracia participativa en tanto que aúna los conceptos característicos de un poder emancipador: la participación ciudadana y la consecuente legitimidad del poder de decisión.
No obstante, surgen una serie de problemáticas que hay que tener presente. Entre otras, destacamos, por un lado, la denominada “brecha digital” que define al sector de la población que carece de recursos para participar en las nuevas tecnologías o el analfabetismo tecnológico; por el otro, la ignorancia respecto a las denominadas nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTICS) que una parte de la ciudadanía puede tener. Frente a dichas problemáticas cabría fomentar la inversión desde el Estado para que las nuevas tecnologías formasen parte de la gran mayoría de la población y, al mismo tiempo, fomentar la educación en este nuevo universo tecnológico.
A su vez, ¿cómo fomentar el mayor interés ciudadano por la cuestiones políticas y, por ende, el mayor conocimiento en las mismas? A este respecto cabe hacer referencia al estudio llevado a cabo por los politólogos Almond y Verba en su estudio The civic culture: political attitudes and democracy in five nations, en el que establecen tres tipologías que ejemplifican la cultura política de los ciudadanos de una misma sociedad. En primer lugar encontraríamos la cultura de súbdito que se basa en que la atención política se centra en los outputs del sistema, adoptando por ello un papel pasivo en el proceso de adopción de decisiones; en segundo lugar la cultura parroquial que define la indiferencia y pasividad respecto a la autoridad política especializada; y por último la cultura participante en la que sus integrantes tienden a estar claramente orientados hacia el sistema en general, adoptando un papel activo en la comunidad política y haciéndose cargo tanto de las inputs como de los outputs. Pues bien, únicamente fomentando el desarrollo de personas interesadas en los asuntos públicos así como en el conocimiento de los mismos se podrá hacer efectiva una responsable y eficiente cultura participativa.
CONCLUSIÓN
Con todo, si bien es cierto que existen déficits en la democracia representativa, las posibilidades de tendencia hacia una democracia participativa tienen todavía que ir clarificándose para hacerse más efectivas. El camino parece trazado, pero quedan todavía muchos interrogantes que abordar. En este sentido, como hemos visto, las NTICS pueden ser una condición de posibilidad que galvanice la sociedad civil haciéndola mucho más activa y eficaz, esto es, con capacidad para hacer valer intereses, valores y visiones del mundo que interesen a todos y que de otro modo permanecerían ocultos
[1] Dejando Suiza de lado con poder financiero que lo deja funcionar, el ejemplo es claro de que cada vez más para las élites políticas la democracia es depositar un papelito cada cuatro o cinco años.
[2] SARTORI, G. “En defensa de la representación política” en Claves de razón práctica, nº91
[3] Schumpeter, J-A. Capitalismo, socialismo y democracia, edit. Orbis, Barcelona 1988, p. 242
[4] De Sousa Santos, Democratizar la democracia, los caminos de la democracia participativa, Fondo de cultura económica, 2004 p. 44
[5] Cfr Martínez Dalmau, R. “Constitucionalismo y democracia antes las nuevas tecnologías de la información” en Crisis de la democracia y nuevas formas de participación, ob. cit.