Crisis y futuro de la humanidad, por Vicente Bellver Capella

Vivimos tiempos inquietantes de crisis. La crisis económica nos llena de zozobra. Los jóvenes, en paro y atenazados por el miedo a acabar viviendo peor que sus padres, no se ven capaces de hacerse cargo de la situación. ¿Qué ha sucedido para que España y Europa, que hace menos de cuatro años parecían tierra de oportunidades para nativos y foráneos, se hayan convertido en territorios hostiles? La crisis económica no lo explica todo; es sólo un síntoma de que las bases sobre las que estábamos construyendo el futuro no eran tan firmes. Es cierto que la crisis ha puesto al descubierto la obscenidad del capitalismo financiero especulativo. También es cierto que esta crisis puede ser la gran oportunidad para construir el mundo sobre unas bases económicas humanas y sostenibles, es decir, justo lo contrario de la actual sumisión a la dictadura de los mercados financieros.

Pero la crisis contemporánea tiene unas raíces más profundas y extensas. Voy a referirme a las otras crisis, tan importantes o más que la económica, porque para atisbar el futuro resulta imprescindible rastrear atentamente el presente y descubrir las “señales débiles” de las oportunidades latentes, que esperan que las convirtamos en realidades[1].

Un mundo en crisis

Es obvio que el ser humano y las sociedades han estado siempre en crisis: no podemos vivir sin ellas.  Las crisis son nuestra amenaza y nuestro desafío, lo que nos puede hundir y lo que nos salva. De la manera más hermosa lo dijo Hölderlin por boca de Hiperión: “allí donde está el peligro aparece lo que salva”. En el momento presente se cierne sobre nosotros una constelación de crisis, de las que somos responsables, que afectan a todos los ámbitos de nuestra existencia y que presagian un futuro lleno de incertidumbre.

1.- Crisis de la violencia.

Cuando uno teme continuamente por su vida es difícil que pueda desarrollar una vida en condiciones. Hobbes acertaba cuando aseguraba que la misión primaria del Estado es garantizar la vida de los ciudadanos frente a las amenazas de la violencia. Aunque desde 1945 el mundo no ha vuelto a padecer una guerra global, no es exagerado decir que la violencia se ha globalizado, diversificado y sofisticado. Guerras civiles (Sudán), guerras de Estado contra sus súbditos (Siria), guerras de invasión (Irak); terrorismo en sus más diversas formas (en nombre de Alá, de la nación o del narcotráfico); violencia contra las mujeres (trata de blancas), los niños (niños soldado), las personas con discapacidad (confinamiento), etc. Pero esa violencia no es un fenómeno que sólo comparezca allende nuestras fronteras de bienestar. Participamos de ella cuando la consumimos como un espectáculo más; cuando proveemos de armas a las regiones en conflicto; cuando amurallamos nuestros territorios para que no llegue la “marea” de la miseria; cuando nosotros mismos la ejercitamos soterradamente en el entorno familiar, laboral o comunitario; cuando maltratamos a quienes se confían a nuestros cuidados en un hospital, una residencia geriátrica o un centro para discapacitados; cuando explotamos la naturaleza. En un tiempo en el que tanto se predica la paz como valor universal, resulta chocante el contraste con la violenta realidad cotidiana.

2.- Crisis humanitaria.

El miedo a la vida no sólo se da cuando uno vive expuesto a la violencia o sometido a un régimen de terror. El mismo efecto se produce cuando no se tiene la seguridad de que al día siguiente se vaya a contar con lo necesario para vivir. Así sucede cuando no se garantiza el acceso al agua potable y a los servicios de saneamiento, a unas condiciones básicas de salud pública, a una educación elemental, a una protección suficiente frente a las catástrofes naturales, a una justicia imparcial, a unas fuerzas de seguridad que velen por la convivencia tranquila, etc. No estoy hablando de las prestaciones del Estado del bienestar, que son inalcanzables sin un nivel alto de renta per cápita. Me refiero a unas coberturas mínimas que hagan posible que las personas puedan ocuparse de algo más que de su estricta supervivencia. Estas amenazas contra las personas (conocidas como solf threats, amenazas blandas) causan hoy en día más muertes que las hard threats (las amenazas duras) de la violencia directa[2].

3.- Crisis climática.

El mundo entero se ha convertido en carbono-dependiente. Para llevar adelante el estilo de vida actual necesitamos cantidades crecientes de energía; y eso se logra hoy en día mediante los combustibles fósiles, que lanzan a la atmósfera ingentes cantidades de CO2. El efecto del incremento de esos gases en la atmósfera es el progresivo calentamiento de la tierra, que pueda llegar a alterar de forma grave las condiciones de vida de las personas y del conjunto de la naturaleza. Ante esta situación se plantean algunas dudas de difícil solución: ¿realmente hay motivos para alarmarse ante el riesgo de un calentamiento global inducido por el ser humano? ¿Serían, en ese caso, las medidas de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que se están proponiendo suficientes para afrontar el problema? ¿Seremos capaces de cumplir con esos objetivos de reducción de emisiones?

4.- Crisis demográfica.

Desde los años sesenta se ha insistido, hasta convertirlo en un axioma tan indiscutible como indemostrable, que el crecimiento de la población en el mundo era completamente insostenible. En el momento actual, cuando ya hemos rebasado los siete mil millones de habitantes, constatamos que ninguna de las profecías que auguraban hambrunas, guerras por los recursos, colapso de las comunidades, etc. se ha producido. Es cierto que hay regiones sometidas a tensiones por la densidad de población que soportan y/o por la falta de determinados recursos. Pero sabemos que hay recursos disponibles y que el problema es, más bien, de distribución. No es que seamos demasiados, es que algunos de los que estamos consumimos demasiado. Y, como dijo Gandhi, “El mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”.

No se puede negar que el incremento de la población puede llegar a ser un problema grave pero, en la actualidad, no lo es. Los problemas de población del presente tienen más que ver con la inversión de las pirámides demográficas. Occidente está envejecido y, en pocos años, lo va a estar mucho más. Si la situación no ha colapsado por el momento ha sido gracias los niveles de renta de los países occidentales, que permiten cubrir las crecientes necesidades de las personas mayores, y a la inmigración de jóvenes, que proporciona los recursos humanos que esos países no generan. Aunque el envejecimiento de la población es todavía incipiente en los países en vías de desarrollo, puede llegar a ser mucho más dramático a medio plazo que en los países desarrollados por su falta de riqueza para atender las necesidades de una población envejecida.

5.- Crisis de las instituciones. Las instituciones articulan nuestra vida social. La familia, los partidos políticos, los sindicatos, la prensa, el Estado, las profesiones, la universidad, la empresa, las iglesias, las ciudades, etc. son esenciales para nuestra integración social y para desarrollar proyectos de vida en común. El problema está en que todas las instituciones que han sostenido nuestras vidas durante siglos sufren fuertes crisis de identidad desde hace tiempo. En los tiempos actuales no se sabe lo que son ni para qué existen. Veámoslo con un ejemplo. Tradicionalmente se pensó que la prensa tenía como fin informar con objetividad a los ciudadanos, y así contribuir a crear una opinión pública informada y libre. Pues bien, en la actualidad los medios de comunicación escrita suelen formar parte de grupos multimedia, vinculados a su vez a grandes corporaciones, y su finalidad consiste en defender los intereses de éstas más que en proporcionar informaciones veraces a los ciudadanos. Ante esta nueva realidad, el lector no sabe si debe acudir a la prensa a buscar información o a reforzar sus prejuicios; y el periodista no sabe si debe poner su pluma al servicio de la empresa para la que trabaja o de la información veraz. La desorientación que padece la prensa la sufren igualmente todas las instituciones.

Parte del problema viene de los años sesenta, en que las instituciones fueron puestas en el entredicho. Se interpretó que la liquidación de las instituciones traería consigo un mundo menos represivo, más auténtico y comunitario. El efecto fue el contrario: “la fragmentación de las grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente”[3]. Después de esa experiencia, somos conscientes de que “no hay innovación social sin estabilidad institucional”[4]. Pero, ¿cómo puede haber instituciones estables si  desconocemos su sentido y, en consecuencia, seguimos recelando de ellas?

6.- Crisis de la política.

Es difícil negar que la actividad política es tan necesaria para la vida en común como difícil de desempeñarla con integridad. Pero hoy da la impresión de que hablar del desempeño honesto de la política no sea más que una ingenuidad o un ejercicio de hipocresía. Los políticos no buscan más que mantenerse en el poder, bien ganando elecciones (en los regímenes democráticos) o ejerciendo la represión (en las dictaduras). Para ello recurren al deslumbramiento electoralista[5], al populismo, al clientelismo y a cualquier forma de corrupción que afirme su poder. Los responsables políticos suelen carecer de los conocimientos imprescindibles de las materias sobre las que tienen que gestionar porque, en el fondo, no les interesa la cosa en sí, sólo lo que se pueda sacar de ella. No les interesa una política sanitaria que dé lugar a una asistencia justa y eficiente. Eso tiene “poca visibilidad”. Interesa una política sanitaria “deslumbrante” que cautive el voto ante las próximas elecciones. Para colmo los mecanismos de vigilancia y supervisión de la actividad política tienden a verse como obstáculos al ejercicio de la soberanía popular manifestada a través de las urnas. Por ello, siempre que se puede, se los neutraliza o se los convierte en instrumentos de legitimación de las directrices establecidas por el gobernante de turno.

Ante este panorama el ciudadano se encuentra dividido. Por un lado, se siente indignado ante un ejercicio instrumental de la política. Pero, por otro, alberga la turbia expectativa de beneficiarse de políticas que satisfagan sus intereses particulares: quizá algún día pueda ser yo quien obtenga la recalificación urbanística de mis tierras  o quien consiga una plaza de funcionario público sin acreditar verdaderamente mis méritos y capacidad. La falta de integridad de los políticos refleja, en buena medida, la de los propios ciudadanos.

7.- Crisis de la ciencia y la tecnología.

En la actualidad el conocimiento científico crece exponencialmente, lo que incrementa en igual medida nuestro poder sobre la naturaleza y anula cualquier pretensión del individuo de poseer la totalidad del conocimiento, al modo en que sucedía cuando el nivel de los conocimientos era abarcable. Somos mucho más poderosos que nunca, pero no necesariamente más sabios. Más bien somos analfabetos funcionales, que saben algo de una realidad minúscula e ignoran todo lo demás.

La transformación de los conocimientos científicos en desarrollos tecnológicos también sufre una fuerte aceleración que hace que los aparatos que hace tres años eran vanguardistas ahora se consideren chatarra. Basta pensar en los teléfonos móviles o los ordenadores. Ante la acelerada progresión tecnológica, las personas nos movemos entre dos sentimientos opuestos: por un lado, la fascinación ante los horizontes ilimitados de poder que ofrece la tecnociencia, por otro la incapacidad para seguir el extenuante ritmo de cambio y el temor a que se vuelva contra nosotros mismos.

8.- Crisis de liderazgo.

El Presidente Obama encarna el eclipse de los grandes líderes. Con su llegada a la Casa Blanca, una oleada de entusiasmo recorrió el mundo: el nuevo Presidente de los Estados Unidos aparecía como una síntesis entre John F. Kennedy y Martin Luther King Jr. Tal era la seguridad de que con él se iniciaba una nueva era de paz mundial que, apenas iniciado su mandato, recibió el Premio Nobel de la Paz. Pronto se vio que tal entusiasmo era ilusorio y que Guantánamo, Irak, Afganistán o el asesinato de Bin Laden invadiendo Pakistán por el aire, seguían teniendo prioridad sobre la causa de la paz en la agenda del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

El desvanecimiento de los líderes no sólo acontece en la política, sino en todos los ámbitos sociales. Y no sólo porque sus vidas no se compadecen muchas veces con los ideales que dicen defender, sino por la creciente extrañeza -por no decir cinismo- con que los ciudadanos contemplan a los que defendieron o todavía defienden causas nobles. Los líderes comprometidos -escasos en nuestro tiempo- cotizan a la baja, mientras que los futbolistas y las “celebrities” alimentan los sueños de futuro en nuestros jóvenes.

9.- Crisis de las profesiones.

La hegemonía tecnológica ha transformado las profesiones en actividades técnicas. El nuevo profesional es alguien que dispone de un conocimiento técnico con el que simplemente gana dinero[6]. La habilidad técnica que sea (da igual que sea el conocimiento de la ley urbanística, de la técnica de intubación, o del cálculo de resistencia de materiales) se intercambia por una retribución, que es la que constituye el verdadero fin de la actividad profesional. No importa alcanzar, mediante los conocimientos propios de la profesión que sea, el bien de la persona con la que nos relacionamos o de la comunidad en la que vivimos. Eso es “metafísica”. Lo único real es el intercambio entre servicio técnico y retribución. Las consecuencias son obvias: los alumnos eligen sus estudios no en función de sus gustos e intereses, sino de las posibilidades de colocarse o de ganar dinero; la profesión deja de entenderse como un servicio a las personas y queda reducida a una prestación técnica; después de unos años, resulta inevitable que el desengaño impregne la actividad profesional; etc.

10.- Crisis de pensamiento.

Hoy que disponemos de una información universal, o precisamente por ello, apenas cultivamos el pensamiento. Me refiero tanto a la capacidad de reflexión y contemplación, como a la de buscar las razones por las que debemos vivir. El pensamiento “políticamente correcto”, por no decir los tristes tontos tópicos[7], se han adueñado de nuestras mentes por pereza intelectual y por miedo a una discrepancia que pueda traer consigo un estigma social. Pero ya no es sólo que hayamos renunciado “a la funesta manía de pensar”, es que acabamos llamando pensamiento a lo que no es más que un deleznable combinado integrado por la pura pulsión emocional, los prejuicios de moda, la ausencia de lógica en el razonamiento y el desprecio por el matiz y no digamos la duda.

11.- Crisis moral.

El nivel moral de nuestras sociedades está determinado por el imperio de la concepción liberal de la moral. Según ella no tenemos más obligaciones que la universal de no perjudicar directamente a los otros, y las particulares que hayamos asumido libremente (por ejemplo, cuando me comprometo con alguien en algo). Es raro encontrar gente que acepte que hay deberes morales más allá de los mencionados. Como desde esta visión no se pueden explicar las obligaciones especiales que unos tenemos con otros en cuanto conciudadanos, la moral cívica ha sufrido un notable quebranto. Haga una sencilla experiencia: deje caer un papel en el ascensor de su casa y vuelva al cabo de unas horas. Tiene un 90% de posibilidades de encontrar el papel donde lo dejó. Aquellos que utilicen el ascensor y tengan cierta capacidad de razonamiento moral, resolverán así: yo no he asumido la obligación de mantener limpio el ascensor, por tanto, no tengo por qué recoger el papel. Este planteamiento moral ha sido criticado con razón por quienes entienden que, junto a esas dos clases de deberes, existen también deberes morales particulares que uno no ha decidido sino que proceden de la historia de la que forma parte[8].

12.- Crisis religiosa.

Aunque es cierto que la “religión” que más creció en el siglo XX es la de los ateos, no se puede desconocer que la religión es un factor imprescindible para entender el mundo de hoy y la vida de miles de millones de personas. Mientras en el Occidente se impone en la actualidad una mezcla de ateísmo práctico y de sincretismo religioso “a la carta”[9] en los países islámicos se extiende una visión fanática de la religión. Los intentos de diálogo interreligioso entre las grandes religiones de mundo o de diálogo entre el mundo de la fe y de la razón apenas son tenidos en cuenta. El sambenito de irracional y fanático se ha colgado de cualquier propuesta religiosa consistente y se procura que no tenga presencia en la vida pública. Se desconoce que el riesgo de hoy no es que una religión determinada imponga su moral a las sociedades civiles, sino que las sociedades pierdan el horizonte de trascendencia que les da profundidad y sentido.

Los recursos disponibles

A la vista de este somero repaso de algunas de las crisis que asolan a la humanidad en el presente, uno podría pensar que ya no hay nada que hacer más que vivir el momento sin pensar en un futuro, que cada vez se manifiesta más oscuro. Cormac McCarthy lo pone en boca de uno de sus personajes con insuperable claridad: “La visión pesimista es siempre la correcta. Cuando leemos la historia de la humanidad estamos leyendo una saga de derramamiento de sangre, de codicia y de locura, cuyo alcance nadie puede ignorar. Aún así, imaginamos que el futuro será de alguna manera distinto. No tengo idea de cómo estamos aquí todavía, pero lo que es seguro es que no vamos a durar mucho más”[10]. Pero ese pesimismo fatalista y cínico, en el que tantos tienden a instalarse, no sólo es un grave error sino la mejor manera de conseguir que la profecía del colapso universal se cumpla a sí misma. Frente a esta posición hay razones sólidas para ver el futuro de otra manera.

1.- Siempre hemos tenido crisis. La crisis es inherente a la condición humana. Es cierto que nos abocan al desastre pero también nos abren las ventanas de un futuro mejor. Es más, parece que sólo cuando arrecia la crisis el ser humano sea capaz de mostrar lo mejor de sí mismo. También por boca de Hiperión nos recuerda Hölderlin: “allí donde está el peligro aparece lo que salva”. Sólo después de dos guerras mundiales fue la humanidad capaz de aprobar la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es cierto que el alcance de las crisis actuales, y las que se anuncian, nos hacen temer el fin de la humanidad. Pero también lo es que hoy disponemos, como nunca había sucedido en el pasado, de los recursos para asegurar a todo el mundo la satisfacción de sus necesidades básicas.

2.- No todo lo hemos hecho mal. Es cierto que tenemos muchos motivos para reconocer que hemos obrado mal, tanto en el pasado como en el presente, tanto a nivel personal como colectivo. Todos tenemos un poso de miseria y crueldad que, o reconocemos y tratamos de combatir, o acaba convirtiéndose en el cáncer de nuestras existencias personales y colectivas. “Todos somos culpables, por todo, ante todos, y yo más que todos”, la dura sentencia de Dostoyevski en Los hermanos Karamazov es el permanente punto de partida para cualquiera que pretenda una vida justa.

Pero el reconocimiento de la culpa personal y colectiva no puede hacernos perder la ecuanimidad a la hora de enjuiciar el mundo que hemos creado y en el que, indudablemente, hemos hecho muchas cosas bien. No sólo la mencionada Declaración Universal de Derechos Humanos, o la afirmación de los valores de la democracia, del aprecio por la diversidad, del respeto por la naturaleza y las demás especies animales, etc. También hemos conseguido que la ciencia y la tecnología contribuyan a mejorar la vida de las personas como nunca podíamos haber imaginado. Es cierto que sigue existiendo la explotación y la violencia, pero también una conciencia cívica mundial que se niega a legitimarlas. Sin afán triunfalista se puede afirmar que proporcionalmente vive hoy en el mundo más gente en condiciones mínimas de bienestar que en cualquier tiempo pasado. Reconocer nuestras culpas, pero también nuestras aportaciones, es la mejor base para construir un futuro que merezca la pena.

3.- Ahora tenemos más información y medios. Se nos puede reprochar, quizá con razón, que nuestra principal  responsabilidad estriba en no acabar con la miseria del mundo cuando hoy en día disponemos, como nunca en el pasado, de los medios para acabar con ella. Siendo cierto, no se puede caer en el adanismo de pensar que del poder al hacer hay sólo un corto paso que dar. Que podamos acabar con la necesidad en el mundo no quiere decir que sea una meta fácil de alcanzar. Los intereses particulares y la indiferencia hacia “los otros” dificultan esas ambiciosas empresas. El hecho de disponer de los medios es una llamada a la responsabilidad global pero, antes aún, un motivo de alegría: ahora podemos lo que nunca antes se pudo. Hoy, además, contamos con una amplia información acerca del estado del mundo que, si bien puede insensibilizar nuestra conciencia ante la contemplación cotidiana de avalanchas de sufrimiento a través de los medios de comunicación, también nos puede hacer descubrir la radical igualdad entre todos nosotros. También lo dice McCarthy por boca de otro de sus personajes: “A donde quiero ir a parar… es que los judíos no existen. Como no existen los blancos. Ni los negros. Negratas, morenos, gente de color. En lo más hondo de la mina donde está el oro no hay nada de eso. Sólo el mineral puro, la mena. La cosa eterna. Eso que usted no cree que existe”[11].

4.- Quizá tenemos menos arrogancia. Es indudable que cada ser humano tiende a contemplarse a sí mismo como el centro del universo. Para colmo, es tozudo y no tiene facilidad para aprender de sus errores. Ahora bien, han sido tan obscenos los males que la humanidad se ha infligido a sí misma en el pasado siglo; es tan evidente el riesgo de un desarrollo insostenible en el todo el mundo; son tan abrumadoras las amenazas para la supervivencia de la humanidad (desde la guerra nuclear hasta el cambio climático pasando por determinados usos de las bio y nanotecnologías); en definitiva, es tan sobrecogedor el pasado que arrostramos e incierto el futuro que nos espera que resulta difícil asumir otra actitud que no sea la humildad.

Cuando el ser humano ha alcanzado las mayores cotas de poder sobre sí mismo y sobre la naturaleza ha tomado conciencia de su intrínseca fragilidad. Los sueños de la razón, en los que la humanidad se complació con la Modernidad, ya sabemos que producen monstruos. Ni el individuo es autosuficiente, ni podemos transformar el mundo en un paraíso. Somos interdependientes y, sólo entre todos, podemos aspirar a unos umbrales de justicia que garanticen el desarrollo humano universal.

Un futuro esperanzador

El tiempo presente nos angustia. La crisis económica ha puesto en carne viva lo que estaba latente en las sociedades desarrolladas: cada vez tenemos más poder y avanzamos más rápido; pero no sabemos adónde debemos dirigirnos, ni somos conscientes de los riesgos que estamos corriendo a nivel global. En esta desenfrenada carrera hacia no se sabe dónde, pasamos continuamente de la frívola prepotencia al miedo más irracional. Igual nos consideramos capaces de las fantasías más quiméricas (como, por ejemplo, crear seres posthumanos, que sean mejores que los humanos) que el miedo se apodera de nosotros y nos paraliza o nos lleva a actuaciones sin sentido (por ejemplo, la gestión de la pandemia de la gripe A).

Pero no todo es desconcierto a nuestro alrededor. Acabamos de recordar que todos los tiempos han tenido sus crisis y que no todo lo que hemos hecho está mal. Tampoco podemos desconocer que disponemos de más medios para actuar de los que ha dispuesto cualquier generación anterior y, además, la historia reciente nos ha enseñado algunas lecciones que nos capacitan para afrontar el futuro con modestia y sensatez. ¿Cómo tenemos, pues, que hacerlo? Sin afán de dar con todas las claves -ya me gustaría conocerlas- sugiero tres: tomar conciencia de nuestros límites y del respeto que debemos a la realidad; contribuir al florecimiento de la excelencia personal; y descubrir que cumplir con los propios deberes es fuente de realización personal.

1.- Un mundo con límites frente a un mundo desbocado. A finales de los sesenta empezó a extenderse la conciencia ecológica ante la actitud puramente instrumental con que el ser humano trataba la naturaleza. Esa actitud ponía en riesgo los equilibrios ecológicos e, igualmente graves, impedía una relación armónica de la persona con la naturaleza. Desde entonces hemos avanzado mucho en convicción aunque no tanto en resultados. En todo caso, somos conscientes de que necesitamos de la naturaleza para que nos provea de recursos materiales, pero también de sentido y belleza.

Por su parte, la reciente crisis económica nos está descubriendo que las fantasías especulativas del capitalismo financiero, que prometían el enriquecimiento sin límites, en realidad sólo procuran desigualdad y miseria. Para que la economía de mercado no se vuelva contra las personas, como ha sucedido en la crisis actual, es fundamental que recupere el sentido de lo real y se sujete al riguroso escrutinio de los poderes públicos. En economía la supremacía debe corresponder a la persona y a la política. No se trata, pues, de salvar los bancos (o el sistema financiero), sino a las personas (y a los bancos en la medida en que lo requieran las personas); y no se trata de vivir al dictado de los mercados, sino de las políticas democráticamente aprobadas por los gobiernos.

Hace cuarenta años descubrimos que las personas debían respetar la naturaleza como condición de su pleno desarrollo. En estos momentos tenemos la oportunidad de aprender otra gran lección: que la economía debe estar siempre al servicio de la persona y de su capacidad productiva, no al albur de las ensoñaciones especulativas. Como ha dicho Ballesteros “la absolutización del mercado conduce a la negación de la innegable dignidad del ser humano, al considerar que todo tiene un precio, que todo puede ser comprado o vendido”[12]. Nuestro futuro depende, qué duda cabe, de que estas dos enseñanzas conduzcan nuestras decisiones en todo el mundo. Pero, más allá del respeto por la naturaleza y por la economía real (que son dos formas de respetar a las personas), hay una tercera lección que continuamente nos ofrece la historia y nunca acabamos de aprender: la del respeto directo por cada ser humano. Hoy se multiplican y sofistican las formas de explotación o de indiferencia hacia las personas; desde las más cotidianas (en las que cualquiera puede verse involucrado y que no obstante pueden llegar a tener un alto poder de destrucción de la víctima) hasta las ejercidas desde las más altas esferas políticas, económicas o sociales. Si, por fin, consiguiéramos vivir de acuerdo con la sentencia de Séneca “Homo res sacra homini” (el hombre es cosa sagrada para el hombre) buena parte de las crisis mencionadas se esfumarían. No digo que sea fácil concretar las exigencias de ese respeto universal al otro, pero si aceptamos que esa ha de ser la razón de ser de todas nuestras acciones, ya habremos puesto las bases para el auténtico progreso.

2.- No todos pueden ser héroes, pero necesitamos unos cuantos. Ahora que celebramos el 75 aniversario de La rebelión de las masas de Ortega y Gasset resulta doblemente pertinente recordar sus palabras: “Cuando se habla de ‘minoría selectas’, la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva”[13].

Hoy en día casi nadie piensa que la solución a la crisis global que vivimos pase por el florecimiento de minorías selectas, en el sentido orteguiano del término, que contagien el entusiasmo  por un mundo mejor: justo, sostenible y en paz. Hablo de “minorías selectas” porque es ilusorio pensar que todo el mundo vaya a sentirse igualmente interesado en participar de esta esforzada empresa. No se trata de reemplazar la democracia por ninguna suerte de aristocracia sino de reparar en que toda democracia necesita de esas “minorías selectas” que, habiendo obtenido el reconocimiento social (lo que los romanos llamaban la “auctoritas”), se convierten en líderes. Puesto que nuestras vidas no se pueden desarrollar sin referentes que tratamos de emular, es decisivo quien ejerza ese papel en cada periodo histórico. Y para conseguir individuos esforzados que, en los distintos ámbitos de la vida humana, ejerzan un influjo verdadero positivo es prioritario dirigirse a los jóvenes pues en sus manos está el inmediato futuro. En contra de lo que pueda pensarse, esa apelación a una vida esforzada, lejos de ahuyentarles, suele despertar su genuino deseo de empresas magnánimas.

Para dejarlo aún más claro: no estoy hablando de una minoría ilustrada que se imponga sobre el conjunto de los ciudadanos, sino de individuos que promuevan buenas prácticas cívicas, profesionales, familiares, y susciten con su presencia el deseo de emulación en los demás. A ellos no se les atribuye un poder político que sólo nos corresponde ejercer a todos por igual; se ganan el prestigio social porque reflejan en su acción la excelencia que todos anhelamos. Por poner un ejemplo, cuántas veces hemos tenido la experiencia de un profesor, una compañera de trabajo, un vecino, una profesional, un jefe o un subordinado ante cuyo desempeño hemos sentido la admiración, la gratitud y el deseo de emulación.

3.- No todo son derechos. La primacía del deber. Una de las grandes conquistas de la Modernidad ha sido la de los derechos. Por el mero hecho de ser humanos todos somos iguales y tenemos los mismos derechos. Pero, aunque resulte obvio, en estos dos últimos siglos se ha ido desdibujando la idea de que los derechos no pueden existir sin los correspondientes deberes: sólo si unos cumplen con sus deberes otros podrán disfrutar de sus derechos. Cuando se estaba elaborando la Declaración Universal de Derechos Humanos Gandhi lo recordó y fue más allá: “De mi ignorante pero sabia madre aprendí que los derechos que pueden merecerse y conservarse proceden del deber bien cumplido. De tal modo que sólo somos acreedores del derecho a la vida cuando cumplimos el deber de ciudadanos del mundo. Con esta declaración fundamental, quizá sea fácil definir los deberes del hombre y de la mujer y relacionar todos los derechos con algún deber correspondiente que ha de cumplirse. Todo otro derecho será sólo una usurpación por la que no merecerá la pena luchar”[14]. En contra de la creencia actual, Gandhi insiste en que sólo puede hablarse de derechos una vez la persona ha cumplido con sus deberes.

Quizá haciéndose eco de esa reflexión, la Declaración incluyó en su articulado dos referencias a los deberes. El artículo 1 dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. El artículo 29, por su parte, afirma que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”. El primero proclama que el deber de comportamiento fraternal entre los seres humanos es la consecuencia que se deriva de su igual dignidad. El segundo afirma que esos deberes hacia los demás no son un peaje que tenemos que pagar para poder hacer a cambio lo que verdaderamente queremos, sino que son el medio a través del cual alcanzamos la plena realización de nuestra personalidad. Por tanto, todos debemos portarnos fraternalmente porque todos somos igualmente dignos. Y al hacerlo, lejos de sufrir una autolimitación, desarrollamos plenamente nuestra personalidad. Un gran admirador de Gandhi, y como él mártir de las causas justas, lo dijo con palabras tan sencillas como profundas: “Nadie habrá aprendido a vivir mientras no pueda erigirse por encima de los estrechos límites de sus intereses individuales, hacia los intereses más amplios de toda la humanidad”[15].

Acabaré recordando unas palabras de Ernesto Sábato pronunciadas hace ahora diez años, pero que parecen de hoy y que expresan tanto la inquietud como la esperanza que sentimos al mirar hacia adelante: “No sabemos adónde nos llevarán los años decisivos que estamos viviendo, pero sí podemos afirmar que una concepción nueva de la vida está ya entre nosotros. En medio del caos, la pobreza y el desempleo todos nos estamos sintiendo hermanados como nunca antes”[16].

Notas:

 [1] Cfr. Daniel Innerarity, El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política, Paidós, Barcelona, 2009, p. 76.

[2] Cfr. Jesús Ballesteros, Encarnación Fernández Ruiz-Gálvez, Pedro Talavera (eds.), Globalization and human rights. Challenges and Answers from a European Perspective, Springer, Londres, 2012.

[3] Richard Sennett, La cultura del nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 10.

[4] Daniel Innerarity, El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política, cit., p. 57.

[5] “Para muchos ministros parece que una medida no vale sino cuando puede ser anunciada y se considera como realizada desde que ha sido hecha pública”; Pierre Bourdieu, Intelectuales, política y poder, EUDEBA, Buenos Aires, 2012, p. 191.

[6] Cfr. Jesús Ballesteros, “Globalization: from Chrematistic Rest to Humanist Wakefulness”, en Jesús Ballesteros, Encarnación Fernández Ruiz-Gálvez, Pedro Talavera (eds.), cit., p. 20.

[7] Cfr. Aurelio Arteta, Tantos tontos tópicos, Ariel, Barcelona, 2012.

[8] “Sólo puedo responder la pregunta ‘¿qué debo hacer?’ si puedo responder una pregunta previa: ‘¿de qué historia o historias resulta que formo parte?’”; Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, p. 201.

[9] “Este sincretismo exasperado es típico de los momentos de transito de una civilización a otra; no en balde florecía con vigor al final del imperio romano y de la civilización antigua -época a la que la nuestra se parece cada vez más- cuando prosperaban cultos supersticiosos de todo tipo y se fabricaban nuevos ídolos con los fragmentos de los desconchados dioses de todos los panteones”; Claudio Magris, La historia no ha terminado. Ética, política, laicidad, Anagrama, Barcelona, 2008, pp. 22-23.

[10] Cormac McCarthy, El Sunset Limited, Mondadori, Barcelona, 2012, pp. 75-76.

[11] Cormac McCarthy, El Sunset Limited, cit.., pp. 64-65.

[12] Jesús Ballesteros, “Globalization: from Chrematistic Rest to Humanist Wakefulness”, en Jesús Ballesteros, Encarnación Fernández Ruiz-Gálvez, Pedro Talavera (eds.), cit., p. 26.

[13] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Espasa Calpe, Madrid, 1937, pp. 49-50, (edición facsimilar).

[14] Mahatma Gandhi, “Carta de Mahatma Gandhi al Director General de la UNESCO”, en AA.VV., Los derechos del hombre, Laia, Barcelona, 1973, pp. 33-34.

[15] Martin Luther King Jr., La fuerza de amar, AYMÁ, Barcelona, 1968, p. 83.

[16] Ernesto Sábato, España en los diarios de mi vejez, Austral, Barcelona, 2011, p. 217.

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Este artículo ha sido inicialmente publicado en en Rev. ROL Enf. 2012: 35(9) 566-574.

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Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UCV "San Vicente Mártir". Autor, entre otras obras, de "Los Nuevos Redentores" (Anthropos, 1987), "Tecnología y futuro humano" (Anthropos, 1990) y "La violencia y sus claves" (Ariel Quintaesencia, 2013).
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Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UCV "San Vicente Mártir". Autor, entre otras obras, de "Los Nuevos Redentores" (Anthropos, 1987), "Tecnología y futuro humano" (Anthropos, 1990) y "La violencia y sus claves" (Ariel Quintaesencia, 2013).

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