No hay excusa biológica para la violencia, por José Sanmartín Esplugues

[themecolor]La violencia: cultural, demasiado cultural[/themecolor]

José Sanmartín Esplugues, profesor de filosofía. UCV «San Vicente Mártir»

  1. Introducción

Una pregunta frecuente es si el ser humano es violento por naturaleza. Creo que se trata de una cuestión mal planteada que confunde agresividad con violencia. A tratar de clarificar las diferencias entre agresividad y violencia he dedicado gran parte de mi vida profesional. Diferencias, por cierto, que conciernen incluso a la base biológica que subyace a una y otra. Trataré de explicarme brevemente en lo que sigue[i].

  1. Sobre la agresividad

La agresividad es un instinto. Es una reacción automática (inconsciente) ante determinados estímulos. La violencia, no. La violencia no es una reacción. La violencia es una acción o una omisión intencional: algo conscientemente hecho o dejado de hacer. Y la intencionalidad la pone siempre nuestra historia vital. Según sea ésta orientaré mi acción (o inacción) en un sentido u otro. Mi vida: el resultado de una interacción enmarañada entre biología y medio o circunstancia. Un resultado ciertamente impreso en circuitos de neuronas de nuestro cerebro en una suerte de círculo en que lo que es efecto se convierte en causa y a la inversa. La biología influye sobre el medio, sobre cómo nos interrelacionamos con nuestra circunstancia, y ese mismo medio revierte sobre la biología modificándola (dentro de ciertos límites, por supuesto). Y así la rueda sigue hasta el mismo momento de la muerte. Ésa es la grandeza de un ser como el humano.

¿Que hay otros seres vivos en los que sucede tal cosa? No lo niego. La diferencia está aquí en el grado. El grado en que el medio, la circunstancia, la cultura, influye sobre la biología es máximo en el ser humano y no tanto en otros animales que pueden estar muy cercanos de él anatómicamente, pero que, a diferencia del ser humano, siguen usando medios culturales para satisfacer necesidades básicas, pero no para crearse necesidades. El chimpancé puede utilizar un bastón insalivado para sacar sus presas de un hormiguero y, así, comer y saciar el hambre. El ser humano, en circunstancias ordinarias, ha tratado técnicamente la comida hasta el extremo de convertirla en el elemento central de una ceremonia ritualizada. Y ha hecho lo mismo con el sexo y otros elementos clave para la supervivencia, que han devenido factores vertebradores de conductas, a menudo, muy alejadas de las puramente tendentes a la satisfacción de una necesidad biológica –conductas al servicio de nuestro bienestar, algo muy diferente de la mera y pura supervivencia.

Una de las conductas clave para la supervivencia de los animales y, en consecuencia, para la propiamente humana ha sido y sigue siendo la agresividad. El ser humano, como cualquier otro animal y, en particular, cualquier otro animal con sistema nervioso, nace agresivo. Y es una suerte que así suceda, porque la agresividad le protege e incrementa su eficacia biológica. Pondré un ejemplo,

¿Qué le sucede a un ser humano cuando está en presencia de un estímulo amenazador? Inconscientemente, adopta una postura determinada. Suele ser la de una absoluta inmovilidad. Se trata de la denominada “respuesta somática”. He dicho que la adopción de esa postura es inconsciente. Haga usted la prueba. Quedarse quieto, ¿qué reporta? Pasar desapercibido. El movimiento atrae la atención de los ojos ajenos. Y eso, ¿es algo que pensamos cuando nos quedamos inmóviles ante determinados estímulos? Pues no. Nos quedamos quietos, sin más. La selección natural premia a quien lo hace: quien se queda petrificado se salva; quien se mueve (el ratón inquieto) ante el depredador (el gato alerta), sucumbe[ii].

Además de adoptar una determinada postura empezamos a sudar, el corazón nos late con tal fuerza que parece que vaya a salirse del pecho, jadeamos, etc. Todo ello tiene un objetivo: aportar la energía suficiente para poder actuar con la eficacia conveniente (si fuere el caso), por ejemplo poniendo los pies en polvorosa. ¿Lo hacemos conscientemente? Nada de eso. Se trata de la denominada “respuesta autónoma”, tan automática como la somática[iii].

Mientras tales cosas suceden en nuestro cuerpo sin que nosotros así lo hayamos decidido, nos ponemos en situación de alerta. Es la respuesta endocrina que ha volcado hormonas y, en concreto, la llamada “hormona del estrés” –el cortisol– en nuestro torrente circulatorio. El resultado: nuestro organismo adopta el estado de tensión apropiado para defenderse.

Ante el estímulo amenazador en cuestión, finalmente, sentimos cómo nuestros sentidos se aguzan y nuestra excitación crece hasta que, pasados unos momentos angustiosos, la calma puede hacer acto de presencia. Se trata de la denominada “respuesta neurotransmisora”. La excitación es inducida por la noradrenalina producida por unos pocos miles de neuronas que forman el locus coeruleus, situado en el tronco del encéfalo. La calma, la inhibición, es causada por la serotonina, producida por las neuronas de los núcleos del rafe, ubicados asimismo en el tronco del encéfalo. Cuanta más noradrenalina, más estado de vigilia; cuanta menos serotonina, mayor agresividad.

Esas respuestas no son independientes. Unas pequeñas estructuras, situadas en el interior del cerebro y llamadas “amígdalas”, se encargan de integrar las respuestas somática, autónoma, hormonal y neurotransmisora en una sola conducta: la agresiva.

Hablando estrictamente, hasta ahora sólo hemos hablado de un tipo de conducta agresiva: la defensiva. Hay otras dos: la ofensiva y la depredadora. Yo seguiré con la defensiva porque hay un aspecto suyo que quiero resaltar. La conducta defensiva suele estar impregnada de la emoción del miedo. El miedo no es la conducta: es la perturbación angustiosa del ánimo que acompaña a la conducta. Lo digo porque hay quien confunde agresividad (conducta) y miedo (emoción).

Pues bien, ¿qué parte de la agresividad defensiva es consciente? Ninguna, absolutamente ninguna. La agresividad es, estrictamente hablando, un instinto: una conducta compleja que resulta de la suma de una serie de respuestas que automáticamente se disparan ante determinados estímulos. En el caso del ser humano esos estímulos no tienen por qué ser reales. Al ser humano le basta con imaginarse determinadas circunstancias para que el torrente de conductas que integran la agresividad comience a fluir y el miedo haga su aparición. Y ésa sí que creo que es una característica humana, muy humana. La misma capacidad para inducir miedo en el ser humano tiene el estímulo real (la presencia de un agresor que le amenaza con navaja en mano) que el estímulo imaginado (la sombra inquietante al final del callejón obscuro). La imaginación juega esas pasadas. Es más, el ser humano es capaz de sentir miedo cuando sabe que el estímulo que lo está induciendo es irreal. No importa. Siente miedo al ver una película de ficción. Siente miedo leyendo ciertos relatos con protagonistas inexistentes. Y, ¿qué? Pues, mucho. Parece que ningún otro animal es capaz de tal cosa.

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¿AGRESIVIDAD O VIOLENCIA?

Por cierto que el miedo juega un papel fundamental en otro orden de cosas. Dentro de los grupos (incluido el humano), la naturaleza no ha seleccionado la agresividad a solas, sino junto con factores que la ritualizan, reorientan o inhiben de modo que reducen su letalidad. Es por esa razón por la que en la naturaleza no es común la lucha a muerte entre miembros del mismo grupo. Erróneamente, se achacan a los lobos instintos mortíferos; pues bien, en las luchas entre lobos sólo accidentalmente hay aniquiliación. Cuando un lobo está derrotado, no sigue enfrentándose a su vencedor: se tumba bajo él, le muestra la yugular y suelta un par de gotas de orín. Y, ¿qué hace entonces el ganador? ¿Le da una dentellada en la yugular y lo mata? Nada de eso. Le lame las gotas de orín, en una conducta similar a la que pone en práctica la loba que cuida a sus lobeznos. Y se acabó la pelea. La emisión y visión de las gotas de orín juegan un papel casi milagroso. Decía Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre. ¡Ojala! El lobo tiene una leyenda horrible que no responde a su realidad. En suma, en el lobo como en el resto de animales (al menos, los animales con sistema nervioso central), parece haber un equilibrio entre el despliegue y el repliegue de la agresividad que, en último término, garantiza la supervivencia del grupo.

Hoy sabemos que las amígdalas –las coordinadoras de la respuesta agresiva– son también las responsables de ese equilibrio entre el despliegue y el repliegue de la agresividad: de ellas dimanan en un plano completamente inconsciente las directrices pertinentes para las reacciones adecuadas. Y en el ser humano, ¿hay asimismo mecanismos que automáticamente reorientan o inhiben la agresividad? Los hay y el más eficaz parece ser el reflejo facial de ciertas emociones y, muy en concreto, de la emoción del miedo.

Pese a todo el ropaje cultural con que nos hemos revestido, la biología sigue estando ahí, en nosotros, sin olvidar, desde luego, que, mediante nuestra técnica, la hemos tomado en nuestras manos y la hemos manipulado hasta extremos increíbles. Unos extremos que son eso: las puntas de una larguísima secuencia que, si llegamos a recorrer alguna vez, puede convertirnos en seres más que humanos, trans-humanos.

Sea como fuere, hoy nuestra biología sigue operando en algunos aspectos como lo viene haciendo desde un principio (arriesgo poco al hacer esta suposición). Ante un agresor, sin pensarlo, ponemos una cara especial, adoptamos una determinada actitud y proferimos sonidos peculiares. Me interesa destacar lo primero: “ponemos una cara especial”. Sí, la cara del miedo. ¿Por qué? Porque lo habitual es que, ante esa expresión, el agresor cese o reduzca su ataque. ¿Por qué? No lo sé. La respuesta comodín es que actuar así incrementaría la eficacia biológica del agresor. Yo creo que el beneficiado es el grupo. La expresión facial del miedo entre seres humanos cumpliría la misma función que las gotas de orín que suelta el lobo vencido: inhibir la agresividad en el otro y, de ese modo, mantener la agresividad en los límites de lo que no atenta contra la supervivencia misma del grupo[iv].

De lo acabado de decir, parece desprenderse la conclusión de que, en circunstancias ordinarias, ver el miedo reflejado en el rostro de la (potencial) víctima debería bastar para que el agresor cesara en su ataque. Y así es. La pregunta clave aquí es: ¿por qué? ¿por qué un agresor humano, ante la expresión facial del miedo en la (potencial) víctima cesa en su conducta?

  1. Neuronas espejo, empatía y violencia[v]

En la película Tú y yo, un elegante playboy y una bella cantante de un club nocturno se conocen a bordo de un lujoso transatlántico y surge entre ellos un apasionado romance. Aunque ambos están comprometidos (ella es la amante de un magnate y él se va a casar con una rica heredera), los dos se hacen una promesa antes de abandonar el barco: encontrarse en el Empire State Building en un plazo de seis meses, si siguen sintiendo lo mismo el uno por el otro… Un desgraciado accidente sufrido por la protagonista impide el reencuentro. Ella se queda paralítica. Él rehace su vida como pintor. En los últimos minutos del film el protagonista visita a su amada en su casa. Ella lo recibe reclinada en un sofá. Él le afea su conducta. Ella permanece inmóvil en su sitio, mintiéndole acerca de lo realmente sucedido y tratando de evitar que él descubra su situación. Finalmente, al abrir una habitación, él descubre colgado en la pared un cuadro en el que había pintado a la protagonista rezando a la Virgen, un cuadro que una mujer joven, privada de movimiento, había adquirido en su día. Ambos se abrazan, lloran y se hacen promesas de futuro.

En las conferencias sobre el tema que he impartido a solas o con Gloria Cava, la mujer de mi vida, solemos proyectar el final de esta película. Cuando miramos al público, siempre descubrimos a la mayoría enjugándose las lágrimas. Pero,… ¡si es una película! Si la protagonista es una actriz (en la mejor versión de este film, se trata de Deborah Kerr) y no está paralítica en la realidad. Pero, ¿por qué nos emocionamos si sabemos que es ficción lo que estamos viendo, si se trata de actores y actrices que simulan dolor, tristeza o alegría? Hoy comenzamos a saber que la respuesta de esta pregunta es la misma que tiene el interrogante con el que cerraba el parágrafo anterior. Recuerden: ¿por qué? ¿por qué un agresor humano, ante la expresión facial del miedo en la (potencial) víctima cesa en su conducta?

La respuesta es que somos empáticos, que empatizamos con los otros seres humanos o, lo que es lo mismo, que somos capaces de ponernos en el lugar del otro y vivir sus propias emociones. Ese otro puede ser una persona real o un personaje ficticio. Lo mismo nos da. Y esto parece ser que es otra de las notas que nos diferencia del resto de los animales, y no sólo en grado. Al menos hasta hoy no se ha encontrado ningún animal, en concreto ningún simio, que entienda a un mimo y comparta las emociones que expresa. Nosotros sentimos en cambio su dolor, tristeza o alegría como reales. Es muy probable que sin esa compartición de emociones no existiría ni el cine, ni el teatro, ni la tv. Pero tampoco existirían las novelas, o las radios, porque también la palabra escrita o hablada despierta en quien lee o escucha emociones parecidas a las descritas.

La cuestión es si los seres humanos somos empáticos por naturaleza, o por cultura. De nuevo he de repetir la frase prudente de que hoy comenzamos a saber. Del cerebro conocemos muy poco. Pero lo poco que conocemos es maravilloso. Al menos, a mí me lo parece. Me deslumbra.

Pues bien hoy comenzamos a saber por qué empatizamos. Recuerden lo que he dicho antes acerca de las expresiones faciales: traducen el estado de ánimo de quien las muestra. Y, ¿qué sucede en el cerebro de quien ve una expresión emocional reflejada en el rostro de un congénere, sea una persona real o un personaje ficticio?

Permítanme una breve digresión. Un buen día, en la década de los 90 del pasado siglo, un neurobiólogo ucraniano afincado en Italia, Giacomo Rizzolatti, estaba trabajando con otros compañeros (Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese) en la universidad de Parma. Habían colocado electrodos en la corteza frontal de un macaco, exactamente en el área llamada F5, que abarca una parte amplia del cerebro llamada “corteza premotora”: la parte de la neocorteza que planifica, selecciona y ejecuta movimientos.

cerebro de simio. Area F5El area F5 contiene millones de neuronas que se especializan en codificar un comportamiento motor especifico: los movimientos de la mano, por ejemplo, asir objetos o ponerlos encima de algo.

En cada experimento, registraban la actividad de sólo una neurona en el cerebro del simio, mientras le dejaban coger trozos de alimento. Lo bien cierto es que, en un momento dado, uno de los investigadores, Fogassi, tomó un plátano; el resto observó que algunas neuronas del macaco habían reaccionado ante la acción de Fogassi como si la hubiera realizado él mismo. ¿Pero cómo podía haber sucedido tal cosa si el animal no se había movido? Al principio los investigadores pensaron que era un error de la técnica de medición que estaban empleando o quizá un fallo del equipo, pero luego comprobaron que no: todo funcionaba correctamente y, sin embargo, que las reacciones de las neuronas ocurrían cada vez que Fogassi u otro tomaban algún alimento mientras el macaco lo observaba.

En definitiva, las mismas neuronas que se activaban cuando el macaco realizaba una acción, se activaban asimismo, incluso estando quieto, cuando observaba a otro (en este caso a una persona) realizar esa misma acción. Las neuronas del macaco parecían reflejar la acción del investigador, de ahí su nombre de “neuronas espejo” o “neuronas especulares”.

En el área F5 de la corteza del macaco, por cierto, se ha encontrado que el 20% de sus neuronas son neuronas espejo. Y, en el ser humano, ¿hay neuronas espejo?

neuronas espejo_REDUCIDOLa respuesta ha sido positiva. Investigadores de la Universidad de California en los Ángeles (UCLA) hicieron la primera medida experimental de la actividad de neuronas espejo en el cerebro humano, encontrándolas (como entre los simios) especialmente en la circunvolución frontal inferior[vi].

Hoy en día resulta bastante sencillo corroborar mediante una resonancia magnética que, en el ser humano, como en el macaco, las neuronas espejo simulan las acciones que ven, es decir se activan las mismas neuronas viendo que realizando una acción:

Sí, está usted en lo cierto. Es correcta la conclusión que seguro que ha extraído de mis palabras anteriores: aprendemos imitando. O quizá sería mejor decir: empezamos el aprendizaje imitando, reproduciendo mentalmente acciones vistas.

Aprendemos o iniciamos el aprendizaje de algo simulando en nuestro cerebro que hacemos lo mismo que está haciendo el individuo que observamos. Y, de manera congruente con lo que he dicho anteriormente acerca de nuestra capacidad de emocionarnos ante personajes de ficción, no sólo simulamos en nuestro cerebro lo que vemos y que es ejecutado por seres reales: nos ocurre lo mismo cuando se trata de personajes de ficción a los que podemos ver, o, incluso, imaginar a partir de la lectura o de la audición.

Y, como no podía ser menos, esta respuesta abre nuevos interrogantes (y los seguirá abriendo cada respuesta que demos, porque así es la reflexión humana). Entre las nuevas cuestiones destaca una: el proceso descrito, ¿es consciente o inconsciente? La respuesta es nítidamente rotunda: inconsciente. Se trata de una reacción automática. Las neuronas espejo permiten la imitación inconsciente de las acciones vistas o imaginadas y, por consiguiente, están en la base misma del aprendizaje inconsciente de tales acciones.

Algunas de las consecuencias de lo acabado de decir podrían ser tremendas. Por ejemplo, ¿quiere decir todo esto que la visión reiterada de violencia en los medios de comunicación audiovisuales está sujetando a nuestra especie a un aprendizaje inconsciente de la misma? O, dicho, de otro modo, ¿quiere decir todo esto que está corroborada la hipótesis, muy denostada desde ciertos sectores, de que la violencia vista en las pantallas tiene un efecto mimético en la realidad? La respuesta es sí y no.

La existencia de neuronas espejo en los seres humanos permite aseverar que hay base para afirmar que tal hipótesis está corroborada. Pero hay que ser prudente. Es de suponer que una conducta tan compleja como la violencia no es tan sólo el resultado del aprendizaje de acciones mediado por neuronas espejo ¡Ójala las cosas fueran tan fáciles de explicar!

Efectivamente, en un primer paso, hemos podido comprobar que las regiones que contienen neuronas espejo del cerebro humano se comunican con centros cerebrales ligados a la agresividad de que he hablado antes. Básicamente la cosa funciona del siguiente modo: yo te veo agredir y mis neuronas espejo lo simulan (una especie de imitación en mi cerebro de la agresión que estás cometiendo) y luego envían estas señales al sistema límbico y experimento la emoción que tú experimentas (las emociones son contagiosas). Si nada lo impide, las señales viajarán por diversas partes del cerebro y el resultado podrá ser que el espectador de la agresión incurra en una agresión parecida. Hasta ahora –obsérvese– no hemos hablado de violencia; sólo, de agresividad.

¿Qué podría impedir que yo incurriera en una agresión parecida a la que he presenciado? Ante todo, la expresión facial de la potencial víctima (algo de lo que hablaré seguidamente). Las neuronas espejo de la potencial víctima y las del potencial agresor forman una red invisible. De hecho, hablando metafóricamente, hay una gran red de interconexiones entre los seres humanos, invisibles pero eficaces. Las neuronas espejo del agresor experimentan el impacto de lo que ven –el miedo en el rostro de la potencial víctima– y eso basta, en principio, para que el agresor reviva mentalmente la emoción que embarga a la víctima. El agresor se compadece, mejor dicho: se ve llevado a compadecerse de la potencial víctima. “Compadecerse” significa etimológicamente reunirse o confluir con otro en su padecimiento o sufrimiento. Y eso es precisamente lo que permiten las neuronas espejo: el agresor vive el sufrimiento de su víctima (ambos todavía potenciales). En circunstancias normales, la expresión facial del miedo acabará inhibiendo la agresión.

He dicho “en circunstancias normales” haciendo referencia a circunstancias no patológicas. Sabido es que hay personas que nacen con algunos defectos de fábrica que inciden negativamente en el funcionamiento normal de las neuronas espejo. Obviamente, en estos casos, la reacción automática de inhibición de la agresividad no se producirá ante un rostro que exprese miedo. Por suerte, esos defectos biológicos no afectan a más del diez por ciento de los agresores. ¿Quiere esto decir que la mayoría de los que cometen una agresión son inmunes a la influencia de las expresiones faciales de las víctimas por causas distintas a una biología anómala? Sí; eso es lo que quiero decir. En prácticamente el noventa por ciento de los casos, al agresor le funcionan perfectamente las neuronas espejo. ¿Cómo es que, sin embargo, no reacciona con normalidad? ¿Cómo es que, en lugar de inhibir su ataque, a menudo ataca con más saña por grande que sea el miedo que refleje el rostro de su víctima?

De nuevo, hay que acudir en este punto al papel que la cultura juega en el comportamiento humano. Ya he dicho -y vuelvo a repetirlo porque es una idea clave- que el ser humano ha sido capaz de tomar en sus manos su propia biología y remodelarla anatómica y fisiológicamente hasta el punto de que hay conductas que cumplen una función muy distinta de aquella que les compete desde un punto de vista biológico. Esas necesidades se han revestido de un manto cultural tan tremendo que se han reorientado hacia la satisfacción de elementos que, objetivamente, tienen ya muy poco de necesario y mucho, en cambio, de superfluo. Pero eso precisamente, lo superfluo, como decía Ortega y Gasset, es lo que realmente nos hace estar bien, bienvivir. Para nosotros, los seres humanos, tener satisfechas únicamente las necesidades básicas no siquiera subsistir: es malvivir y, con frecuencia, preferimos morir a seguir adelante en tales condiciones.

La cultura, sí: la cultura es quien también en relación con las neuronas espejo puede ejercer una influencia tal que acabe anulando su normal funcionamiento. Por cultura, en este caso, estoy entendiendo simplemente el conjunto de ideas y creencias que cada cual ha ido adquiriendo a lo largo de su vida y almacenando en determinados lugares de su cerebro. Realmente, no ha almacenado nada, en el sentido estricto de este término. Lo que ha sucedido es que las experiencias habidas ha llevado a cada cual ha tener redes especiales neuronales, cuya función (cuya mostración externa) son recuerdos: ideas y creencias. Éstas forman la trama de nuestro comportamiento y son tan poderosas que pueden llevarnos a interpretar de manera particular lo que se percibe. Cada persona interpreta lo que observa desde la perspectiva que le suministran sus ideas y creencias. La vida de cada cual es, pues, decisiva para la construcción de su propia realidad. Ante un subsahariano no ve lo mismo quien ha sido educado en la idea de que todo ser humano es digno por naturaleza, con independencia de cualquier otro factor, que quien ha sido socializado (mal, desde luego) en la idea de que el ser humano blanco es superior por ese mero hecho. No, no ven lo mismo. La realidad es la misma; la percepción que se tiene de la misma puede diferir y mucho. En tales diferencias puede desempeñar un papel crucial la historia vital de cada persona. Si yo he sido socializado (mal, repito) en la creencia, en la idea enraizada socialmente, de que formo parte de un pueblo cuyo territorio ha sido invadido por vecinos inmisericordes que han reprimido brutalmente nuestras manifestaciones culturales -lengua incluida- y, si acabo integrándome en un grupo terrorista, es muy probable (por no decir que seguro) que aprenderé a no ver personas en mis víctimas, sino medios para lograr unos objetivos justos y legítimos en una guerra claramente defensiva (claramente para mí, por supuesto).

Y, si no veo personas en mis víctimas, es muy probable que no empatice con ellas. Es más, es que no las percibiré siquiera como mis víctimas, porque la única víctima que hay en este proceso soy yo y el pueblo al que pertenezco. Por eso, apretaré el gatillo o el detonador y no experimentaré el dolor de nadie; en todo caso, sentiré la alegría del deber cumplido. ¡Terrible, pero cierto! Así piensa ordinariamente un terrorista. Pero es que también así piensan, en general, los agresores: la culpa siempre hay que achacársela a la víctima. Ella es la culpable (no la responsable) de lo que me veo obligado a hacer. Y en esa obligación, en la percepción de que estoy obligado a actuar, juega un papel considerable mi historia vital. MIS IDEAS Y CREENCIAS SE IMPONEN A MI BIOLOGÍA. Quizá ésta última me esté diciendo que no lo haga; mi historia vital, en cambio, puede llevarme a obrar en sentido absolutamente contrario. [themecolor]La cultura es infinitamente más poderosa que la biología en el caso del ser humano.[/themecolor]

Evidentemente, para mostrar ese poder, yo podía haber escogido un ejemplo distinto. Me refiero, en concreto, a que la cultura puede impedir que nuestra biología inhiba la agresividad, recubriendo las neuronas espejo de un manto de ideas y creencias que alteren la percepción de la realidad (el rostro de la víctima). Pero, también podía haber dicho lo contrario. Efectivamente, nuestras ideas y creencias, nuestra historia vital, puede incrementar la operatividad de las neuronas espejo. No sólo puede ayudar a inhibir la agresividad. Puede hacer de nosotros seres pacíficos. Realmente, si la teoría de las neuronas espejo es verdadera (ya sé que ninguna teoría lo es para siempre; pero, al menos, es más verosímil que sus alternativas), nosotros, los seres humanos, estamos predispuestos por naturaleza a compartir con nuestros congéneres sus emociones y ése es el punto de partida de la solidaridad y el altruismo.

De todo lo dicho se desprenden dos conclusiones. La primera, que el ser humano es agresivo por naturaleza, pero violento por cultura. La segunda, que el ser humano es empático y solidario por naturaleza y egoísta por cultura. Exactamente lo contrario de lo que han venido defendiendo algunas posiciones filosóficas en diversos momentos de la historia y, especialmente, en la segunda mitad del siglo pasado. En este sentido, desde la irrupción de la sociobiología hacia los años 70, hemos asistido a un intento de mostrar la naturaleza humana como caracterizada por el egoísmo y la violencia que hunden sus raíces en la genética humana.

Frente a estas posiciones, la ciencia, en concreto la neurobiología, nos permite aseverar que estamos conectados mediante la red invisible de las neuronas espejo, que somos instintivamente empáticos, que sentimos las sensaciones de las demás porque, en el inconsciente, nuestras neuronas espejo simulan lo que ven (u oyen, o leen). [themecolor]Y eso significa que lo que hay que explicar no es tanto por qué somos altruistas o solidarios, sino por qué somos egoístas[/themecolor]. Mi respuesta es rotunda: la empatía es la mano invisible que no une en una gran familia: la familia humana; el gran problema es que el ser humano ha aprendido, en el curso de su historia, a neutralizar esa mano, a reprimir la empatía.

LA_VIOLENCIA_Y_SUS_CLAVES_2013_1[i] A quien esté interesado en este tema, le recomiendo mi libro La violencia y sus claves (Ariel Quintaesencia, 2013), La mente de los violentos (Ariel, 2002) y El laberinto de la violencia (Ariel, 2004).

[ii] Hoy, por cierto, sabemos que ese quedarse quieto es resultado de la acción de la substancia gris periacueductal, situada en el tronco del encéfalo

[iii] En ella, por cierto, están implicadas diversas estructuras cerebrales situadas asimismo en el tronco del encéfalo, como el núcleo del tracto solitario. Algunas de estas estructuras están bajo las directrices del hipotálamo.

[iv] En los grupos de animales, parece haber un número mágico por debajo del cual la supervivencia del conjunto se complica muchísimo.

[v] Recojo aquí algunas de las ideas que, en su día, desarrollamos Gloria Cava y yo mismo en el artículo “Neuronas espejo y aprendizaje por imitación” [http://online.ucv.es/resolucion/neuronas-espejo/]

[vi] Por cierto que el área de Broca, al parecer íntimamente ligada al lenguaje, está ubicada en la circunvolución frontal inferior, exactamente en las secciones opercular y triangular del hemisferio dominante para el lenguaje (para la gran mayoría de seres humanos, diestros o zurdos, es el hemisferio izquierdo). Puede tratarse de una casualidad, o no; pero, no deja de tener cierto interés.

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Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UCV "San Vicente Mártir". Autor, entre otras obras, de "Los Nuevos Redentores" (Anthropos, 1987), "Tecnología y futuro humano" (Anthropos, 1990) y "La violencia y sus claves" (Ariel Quintaesencia, 2013).

jsanmartin

Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UCV "San Vicente Mártir". Autor, entre otras obras, de "Los Nuevos Redentores" (Anthropos, 1987), "Tecnología y futuro humano" (Anthropos, 1990) y "La violencia y sus claves" (Ariel Quintaesencia, 2013).

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