Bergson, H. (2012). Lecciones de estética y metafísica

FICHA TÉCNICA

Título: Lecciones de estética y metafísica

Autor: Henri Bergson

Editorial: Siruela

Edición: 2012

Ciudad: Madrid

Páginas: 164

Contenido de Bergson, H. (2012). Lecciones de estética y metafísica. Madrid: Siruela.

La filosofía de Henri Bergson se caracteriza por una preocupación que la subyace de principio a fin: la articulación filosófica de los fenómenos vitales de la realidad. Su contexto intelectual de finales del siglo XIX era eminentemente cientificista. Mediante él se pretendía dar explicación a toda la realidad, pero según Bergson se quedaban fuera determinados ámbitos a los que la ciencia no es que no pudiera dar respuesta, sino que ni siquiera podían ser planteados desde sus esquemas.

La reflexión del filósofo francés parte del fenómeno de la libertad humana, el cual pronto derivó hacia la propia vida humana como tal. Se daba cuenta de que desde una perspectiva científica se podía estudiar el comportamiento humano, pero no se podía llegar a su verdadera esencia. Al tratar la vida humana en tanto que objeto científico, no se llegaba a lo que verdaderamente constituía su especificidad radical. Desde estas consideraciones extendió su reflexión a toda la realidad, cuestionándose a su vez no sólo cómo poder dar explicación a los fenómenos vitales no humanos que se dan en su seno, sino también al dinamismo propio de la realidad inerte. Partiendo de una inquietud antropológica, pues, alcanzó el problema metafísico de la realidad que guió su reflexión.

En este libro se percibe esta honda preocupación, alrededor de la cual explica Henri Bergson diferentes cuestiones. De las nueve lecciones que lo componen, las cuatro de introducción a la filosofía y las dos de estética las impartió en el curso de 1887-1888 en Clermont-Ferrand (justo cuando estaba fraguando su tesis doctoral que publicaría un año más tarde, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia), y las tres de metafísica son de cinco años más tarde en el Liceo Henri IV.

En las lecciones dedicadas a la introducción a la filosofía, Bergson se esfuerza por clarificar conceptos sobre la ciencia y la filosofía, distinguiendo sus objetivos respectivos. Su finalidad no es otra que clarificar cuál es estrictamente el objeto de la filosofía y, consecuentemente, delimitar y concretar cuál es la tarea del hombre que filosofa. La ciencia tiene un objeto de estudio propio, su ‘parcela’ de realidad, pero no es toda la realidad. La filosofía no debe prescindir de la disciplina científica, sino junto con lo que ella aporta —ya que a decir de Bergson es obligación del filósofo conocer el dato científico— atender aquellos ámbitos de la realidad que no son aprehensibles científicamente. Si a la ciencia le compete conocer la realidad en aras de su utilidad a la vida humana, a la filosofía le es característico un desinterés pragmático, desinterés pragmático que le llevará a lo que Bergson considera los aspectos más importantes no sólo de la realidad, sino también del propio ser humano. «Ninguna ciencia particular, en efecto, supera la apariencia, el fenómeno, lo que aparece, y la metafísica tiene precisamente por objeto superar el fenómeno, buscar lo que existe detrás de él», nos dice el filósofo francés.

En este sentido la filosofía se acerca a lo gratuito, a lo creativo,… a lo artístico. Bergson ve en la actitud del artista una actitud más propicia para adentrarse en la dinamicidad vital de la realidad. Pero la filosofía no sólo es ‘amor al arte’: es algo más. Lo que él entiende por belleza nos lo explica en las siguientes dos lecciones, dedicadas a la estética. Partiendo de lo que la belleza no es, llegará a lo que —según él— constituye la esencia de lo bello. Y, ¿qué no es lo bello? Lo bello no es lo agradable, ni lo útil,… estrictamente tampoco es ni lo bueno ni lo verdadero, a pesar de su vinculación estrecha,… tampoco es la teoría platónica de la adecuación a una idea previa, ni la manifestación de tal idea al estilo de Hegel o Schelling, ni tampoco la expresión máxima de la voluntad como nos dice Schopenhauer…

La belleza tiene que ver con todo eso, pero es algo más. «El artista se propone expresar una idea, un sentimiento o un esfuerzo, y no expresar más que eso». Si bien para Bergson, lo bello se da en objetos concretos, la belleza tiene que ver con el placer que inspiran esos objetos concretos en tanto que nos lanzan más allá de sí mismos, como si fueran la presencia de una materia «que parece no tener nada en común con nosotros», y que precisamente mediante ella parece que el espíritu conquiste las cosas. Si la materialidad de las cosas es lo perceptible en una relación sensible con ellas, es ésta conquista espiritual la que permite hacerlas de alguna manera «más semejantes a nosotros», porque «nos interesamos por ellas como por algo humano, simpatizamos con ellas». Esta conquista espiritual no es frecuente, antes al contrario: es más bien extraña; y sin embargo, ante la actitud cotidiana con las cosas que parece que nos son mucho más familiares, es la que verdaderamente nos presenta el lado ‘más humano’ de la realidad, aspecto de la realidad del que el hombre común no se hace cuestión.

Aparece aquí un concepto clave bergsoniano como es el de simpatía. Efectivamente, mediante la simpatía con las cosas las personas podemos ir más allá de su noticia sensible para acceder a su esencia más profunda en su radical dinamicidad. Pero ello es a su vez posible porque el hombre filósofo ha hecho el esfuerzo de atender a la realidad —y sobre todo a él mismo— no lógicamente, sino simpáticamente.

Éste es en definitiva el cometido del arte: producir lo bello, manifestar sensiblemente un pensamiento, un sentimiento o un esfuerzo… esto es, representar mediante objetos materiales algo humano, algo de la realidad con lo que el ser humano pueda simpatizar. Por ello el artista es aquél capaz de liberar los elementos ‘extraños’ que habitualmente se mezclan con la cosa concreta en la realidad cotidiana y que obstaculizan el acceso a su esencia. «Lo que aplaudimos en una obra de arte bella es una especie de conquista; es el hombre trabajando la materia a fin de hacerle expresar algo introduciendo en ella el pensamiento, el sentimiento o la voluntad (…)».

Sin embargo, el arte sólo no basta. Para Bergson, el artista no se pregunta; sencillamente expone, manifiesta ámbitos de la realidad según su forma de expresarse. Pero es preciso preguntarse, saber,… La ciencia no es capaz de acceder a estos ámbitos de la realidad, pero nos da información valiosa e imprescindible. El arte no nos ofrece verdaderamente aquello que buscamos, pero nos enseña el modo. Ahora hay que dar el paso definitivo, paso que da el filósofo con la ayuda del científico y del artista. Si el filósofo quiere simpatizar con la realidad, si quiere hacer metafísica, tiene que ser un poco científico y sobre todo un poco artista.

Desde este planteamiento acaba el libro con tres lecciones de metafísica. Estas lecciones poseen un grado de dificultad más elevado, no son de fácil lectura. En ellas se enfrenta a conceptos tan espinosos como el de espacio y tiempo —además del de materia—, en donde se mezcla su percepción por parte del sujeto con la metafísica de la realidad, la idea que de ellos tiene el sujeto con lo que ellos sean en sí. Si bien es cierto que ambos conceptos —espacio y tiempo— han sido tratados conjuntamente a lo largo de la historia, atribuyéndoles «el mismo origen psicológico y el mismo valor metafísico», esto está lejos de ser una evidencia para nuestro autor. Efectivamente, ¿se percibe el tiempo del mismo modo que se percibe el espacio?, ¿podemos concebir un instante igual que nos imaginamos un punto espacial?

Bergson dedica muchos esfuerzos a estudiar sobre todo el fenómeno del tiempo. Es al poner de manifiesto las limitaciones de la consideración tradicional del mismo, que puede articular simpáticamente el modo en que acceder a la realidad metafísica: es la intuición. El tiempo ha sido considerado como una sucesión de estados (al modo de una sucesión de puntos), pero esta concepción nos inhabilita para poder acceder a la realidad ‘siendo’. Si bien nos permite atender a la realidad científicamente  para conocer sus relaciones o sus comportamientos, no nos permite atenderla como lo que ella es en esencia. Esto únicamente se podría hacer si fuéramos capaces no de analizarla según esa sucesión de estados estáticos, sino introduciéndonos en su propia dinámica, intentando ser como ella. El tiempo deja de poseer esa connotación cósmica para pasar a considerarse como tiempo vital, como duración, como vivencia del tiempo interior. No es lo mismo atender a lo ya ‘sido’ que a lo ‘siendo’.

El primer contacto con esta forma de ‘siendo’ de la realidad lo tenemos con nuestra propia conciencia. En principio, sólo tenemos consciencia de nuestra propia duración; «pero no se sigue de ahí que sea la única». En la medida en que somos capaces de atendernos a nosotros mismos como duración, superando la costra de la percepción científica y de sus prejuicios, nos habilitamos para poder acceder a la realidad ‘siendo’, a la realidad ‘durando’, precisamente porque es a partir de ahí cuando podemos simpatizar con ella. El tiempo homogéneo, el tiempo cósmico, no es más que las coincidencias que se dan en las exteriorizaciones de las duraciones de cada cosa, que aunque «se desarrollan paralelamente tienen, sin embargo, puntos comunes», poseen simultaneidades que, representadas a lo largo de una línea imaginaria que sobrevolaría a todos los entes nos daría su imagen. El tiempo cósmico pasa por una impersonalización de todos los tiempos como duración en lo que ellos tienen de común en tanto que exteriorización. El tiempo cósmico no es más que la aplicación de la idea del espacio al devenir de las cosas.

Desde esta perspectiva la realidad metafísica cobra una dimensión diferente, que nos explica en la última lección. En ella habla de la materia real desde dos puntos de vista: uno desde su consideración filosófica en diálogo con el realismo clásico y el idealismo; otro desde su propia evolución, desde su propia dinamicidad en diálogo con el mecanicismo y el dinamismo.

En referencia al primero, parte preguntándose: «¿existe alguna realidad extensa fuera de la mente, o bien el mundo material se reduce a la idea que tenemos de él?». Bergson le pregunta al idealismo por qué las representaciones que surgen en nuestra mente siguen un orden determinado y estable. ¿Por qué ese orden, por qué esa estabilidad en las representaciones? ¿Acaso, «no son algo distinto de las representaciones mismas?». Si esas representaciones son construcciones nuestras, por lo menos son unas construcciones bien ligadas, ligazón que es la que les otorga precisamente cierta objetividad; es más: es la esencia de ésta. Es cierto que de toda la sucesión de estados que se den en la conciencia, algunos serán de su propio ejercicio, pero otros «estarán sometidos a leyes estables e independientes de ella». Y es preciso diferenciar unos de otros. ¿Es posible producir unas representaciones en una conciencia encerrada en sí misma?

El conflicto adopta una perspectiva diferente si se considera al realismo no como la pretensión de conocer las cosas en sí (crítica kantiana), sino como la posibilidad de que nuestras percepciones respondan a una realidad independiente de nosotros, que es a la vez la que causa dichas percepciones. La negación de esto último será la propuesta radical de Fichte, quien pondrá en manos del sujeto no sólo la imposición de la forma (Kant) sino también su contenido.

Una vez discutido esto, Bergson pasa a plantearse cómo se da la materia, cuáles son los fundamentos por los que se rige, y se detiene en dos explicaciones clásicas: mecanicismo y dinamismo, derivadas de la concepción realista clásica e idealista respectivamente. El error mecanicista es entender al universo únicamente desde la perspectiva de las leyes físico-matemáticas, para las que el tiempo no pasa, y desde las cuales es difícil —a juicio de Bergson— explicar cualquier transformación cualitativa. «La verdad esencial que el mecanismo desconoce es la que sirvió de principio al dinamismo, pero que el dinamismo llevó a menudo demasiado lejos». ¿A qué se refiere? A la materia de la experiencia, a la sensación, a las cosas que se dan, a los estados de ánimo,… «que son algo muy real y que no pueden proceder de la nada». Pero tampoco nos podemos quedar sólo con ello, pues difícilmente saldríamos de ahí: es preciso tomar toda la información dada en la experiencia de nuestras sensaciones y objetivarlas, conceptuarlas. Ambos aspectos no tienen por qué ser excluyentes: antes bien, se pueden complementar.

¿Cómo dar explicación a tal complementación? Todo ello lleva a conceptuar la naturaleza como un conjunto de sustancias que poseen una armonía preestablecida, una simpatía universal. El mecanicismo tiende a anular cualquier contenido material, pendiente como está de su comportamiento; el dinamismo se fija precisamente en la cosa concreta, en cómo es, en cómo evoluciona desde lo que es, olvidándose de la abstracción intelectual… El mecanicismo se identifica con lo necesario; el dinamismo con lo vital, vitalidad que si bien se rige por ciertas leyes, no poseerá nunca una necesidad absoluta. El mecanicismo puro excluye la finalidad, el dinamismo la admite pero de forma contingente.

Se percibe, pues, cómo en el conjunto de las nueve lecciones Bergson gira en torno a la articulación de estos dos modos de atender a la realidad: la científica y la vital. Primero delimitando el ámbito de lo científico y de lo filosófico; segundo analizando desde su apoyo en lo artístico el modo de acceder simpáticamente a la realidad; y tercero esbozando cómo es esa realidad que va más allá de lo científico a la que pretendemos llegar estéticamente. Todo un reto al que Bergson —y otros más tras él— dedicarán muchos años y esfuerzo.

El autor

Henri Bergson, filósofo vitalista y espiritualista francés.

Henri Bergson, filósofo vitalista y espiritualista francés.

Henri Bergson (París, 1859 – ) consiguió el título de filosofía en 1881, tras algunas dudas vocacionales sobre si seguir el curso de las letras o el de las ciencias. Inicialmente fue profesor en el liceo de Angers y en el de Clermont-Ferrand, donde acabó su tesis Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Tras enseñar en otros centros, entre los que estaba el liceo Henri IV, finalizó su etapa docente a partir de 1910 en el Collège de France, el más alto instituto docente. Por otra parte, en 1914 fue elegido miembro de la Academia Francesa, y de 1921 a 1926 presidió la Comisión de Cooperación Internacional de la Sociedad de Naciones.

Entre sus obras cabe destacar:

Los datos inmediatos de la conciencia (1889)

Materia y memoria (1896)

La evolución creadora (1907)

La energía espiritual (1919)

Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932)

 

icono de pdfHenri Bergson. La evolución creadora.

 

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Profesor de Filosofía Contemporánea en la UCV, Máster en Ética y Democracia y doctorando en el Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV.

Alfredo.Esteve

Profesor de Filosofía Contemporánea en la UCV, Máster en Ética y Democracia y doctorando en el Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV.

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